Cuando quiero llorar no lloro.
Aunque no hay represa que contenga las lágrimas cuando deciden salir.
Nunca he sido una persona “llorona”, ver a otras personas llorar rara vez estimula la acción en mi, creo que me da más grima o cringe que ganas de llorar, quizás porque siempre me ha dado vergüenza llorar en público.
En mi familia existía -existe- una especia de código secreto de cuando se debía llorar: una tragedia familiar, obligatorio; llorar cuando suenen las campanas de año nuevo, preferible pero opcional; llorar cuando despides a un familiar que vino de visita y al que no ves seguido, opcional pero aceptado; llorar por un hombre, prohibido porque es de pendeja; llorar porque “estás triste sin motivo aparente”, impensado, imposible, vetado.
Creo que es la existencia silente de este código lo que ha hecho que me genere un poco de rechazo el llanto ajeno.
Aunque la verdad es que sumado a este rechazado, siempre me ha dado un poco de “morbo” ver a la gente llorando en la calle, no es que me dan ganas de acercarme a ver que les pasa. Pero automáticamente me invento una historia detrás de esas lágrimas ajenas: un embarazo no deseado, un despido, no encuentra trabajo, falló una materia en el colegio o en la universidad, le dieron una mala noticia de salud, falleció alguien cercano, le dejó su pareja.
Suelo escoger una causa al azar y de allí comienzo a hilvanar mi historia inventada, hasta que me distraigo con otra cosa y me olvido de esa persona extraña que sigue su camino con sus lágrimas al aire a enfrentarse o tal vez huir de cualquiera que sea su aflicción.
No hay que llorar, que la vida es un carnaval.
Mi causa principal siempre ha sido una migraña, entre mis súplicas al ser superior que decidió que era buena idea que yo formara parte de este mundo para que acabe con mi sufrimiento y la desesperación, las lagrimas afloran libremente sin importarles que solo harán más intenso mi sufrimiento.
La segunda causa ha sido la impotencia y la rabia, toda esa ira contenida y esas ganas de destruirlo todo de alguna manera milagrosa se traducen en lágrimas y esas lágrimas se ven multiplicadas por mi indignación ante mi llorantina, así nacen los círculos viciosos.
Me he permitido a mi misma alguna que otra lagrima en público, bajo las condiciones del código secreto ya mencionado, aunque en más de una ocasión en la que la norma ha dicho que debería llorar, no pasa nada, ni una lágrima de cocodrilo. Nada.
La cosa es que casi nunca siento deseos llorar, a menos que esté viendo una película con alguna escena detonante para mi, por lo general alguna dinámica madre e hija. Pero no puedo invocar las lagrimas con los puros recuerdos, pareciera que la ficción me hace llorar más que la realidad.
La realidad me genera curiosidad, molestia, alegría e indignación por partes iguales y por sobre todas las cosas, pero rara vez da lugar a lagrimas.
Quizás porque es más bello vivir cantando, aunque muchas canciones sí que me hacen llorar.
Lo que si puedo confirmar de manera definitiva e inequivoca es que muchas penas se van cantando, bailando y escribiendo.
Llorar en seco, la técnica maldita de los antidepresivos.
Tomé antidepresivos por una temporada en la que viví una serie de efectos secundarios que en general hicieron mi experiencia un poco menos amena, aunque no por ello dejo de ser promotora de los medicamentos, en especial de aquellos que pueden ayudarnos a sobrellevar nuestra salud mental deteriorada o fracturada.
Si los necesitas -y te los recetan-, tómalos. Te pueden dar por sobre todas las cosas mucha claridad para ver la vida como es y no como tu cerebro quiere hacerte creer que es.
El cuento es que en esta temporada ocurrió el fenómeno más raro que he experimentado: llorar sin lágrimas o como lo bauticé “llorar en seco”.
Imagina que toda la energía de un buen llanto te fluye por el cuerpo, pero al llegar a las glándulas lagrimales no se genera la magia no hay agüita salada saliéndote de los ojos.
No importa a cuales recursos acudiera para “hacerme” llorar, no pasaba nada, había una obstrucción, un bloqueo que no lo hacía posible.
Pésimo servicio, no lo recomiendo y la buena noticia es que no a todas las personas les pasa.
Creo que en este período en el que físicamente no podía llorar, fue en el que aprendí a valorar el poder purificador de una buena llorada.
Aprendí a ver una “buena lloradita” como un momento de comunión con tus sentimientos, no importa que la llorada venga cuando nadie la invitó y que cuando la invitas no se digne a aparecer.
Se le tiene por bienvenida y se le agradece su aparición.
¿Por qué lloras?
Sigo prefiriendo llorar en privado para no tener que contestar está pregunta o no tener que decir cualquier cosa para salir del paso, porque la verdad es que casi nunca sé porqué lloro cuando lo hago.
Mis lagrimas son en su mayoría de angustia, de desesperación, de tristeza antigua e incurable, de ausencias y resentimientos, son lágrimas amargas y desesperadas, que no puedo contener cuando quieren salir y no puedo invocar cuando necesito desahogarme.
Mi cuerpo no obedece a la tristeza que habita en mi ser y a su vez esa tristeza decide poseer mis glándulas lagrimales y aliviarse sin permiso y en momentos inconvenientes.
Cuando me preguntan -o me pregunto- el porqué de mis lagrimas, es más fácil echar mano a las causas socialmente aceptadas, porque no me gusta explicarme demasiado y porque la respuesta siempre es más compleja y más larga de lo que admiten las buenas costumbres.
Así que si me ves llorar y al preguntar la causa te respondo “porque extraño a mi papá/mamá/hermano/abuelos” no necesariamente estoy mintiendo, lo más probable es que yo tampoco pueda identificar la razón.
Llorar a veces es un acto involuntario, pero siempre es un acto liberador.
Incluso si no entiendes muy bien qué es eso de lo que te estás liberando.
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Mig